Recuerdo aquellas tardes
en el hall transparente de tu casa,
perdidos en la magia dorada de las sillas,
acariciando la despierta mirada
de tus ojos, el alegre aletear
de tu cuerpo y el mío, la vida reflejada
en el viejo y solitario espejo
que tu abuelo trajo-nos decía tu madre-
de uno de sus largos viajes
por el sediento túnel del sueño y la esperanza.

Mientras, la pasión temblaba
en la intimidad desnuda y caprichosa
en esa tímida hora de la siesta.

Tus pechos se encendían
A orillas de mis manos,
me mordían la sangre y me dejaban
madrugar en el ardiente abismo
de una oscuridad que acosa los sentidos,
con tu cara embrujada y el oído
pendiente del último ronquido
de tus padres, sintiendo que la sala de estar
se estremecía lejana y solitaria,
muy lejos de este mundo desatado
por el fuego y el amor, que tu y yo
conjugábamos en el espejismo apasionado de la tarde,
mientras el invierno triste y solitario
golpeaba con fuerza en los cristales.

Quisiera envejecer esta tarde
con tu cuerpo y tus palabras torpes
alumbrando tanta dicha, soñando que este beso
que dibujas en mis labios,
no sea nunca un recuerdo amarillo
en la soleada buhardilla de tu olvido.

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